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Fotografía de CAROLINA DILO |
El sótano
«Uno es uno con otros; solo no es nadie».
Antonio Porchia
La
apuesta es un hecho. Camino por la casa de los Quiroga, más que una casa es una
mansión, donde el viejo vivió en sus últimos años. Hasta ahora todo lo que
dicen por ahí, que está embrujada, es solo un rumor, espero que siga siendo
así. Desde lejos se nota cómo los grises de las piedras se alimentan de las
sombras, apagando los colores de los edificios cercanos.
Tengo
que filmar las dos vueltas y lo único que me dejan llevar es mi celular,
ilumino con él cada paso. Estoy con un miedo desmedido, mordiéndome los talones
y se aumenta cada vez que miro sobre mi hombro, siento que me miran. Una a una,
las pisadas que doy me hacen crujir el estómago. Siempre traté de evitar este
tipo de lugares; no me gusta exponerme a cosas que desconozco. Las malas
lenguas dicen que en el pasado esta casa era únicamente para velar a los
muertos; esas reuniones no las entiendo, me parece algo innecesario para la
despedida de un simple envase. Cuando perdí a mi padre no asistí a su
velatorio, no recuerdo la última vez que fui al cementerio.
Dos vueltas completas, quién me manda a mí a
apostar; lo positivo es que no tengo que entrar a la casa. Cuando mis amigos me
vieron pasar una vez, se rieron por cómo caminaba, encorvado y temeroso. Me
chiflaban y me gritaban, volvían al segundo grado. No entiendo cómo de grande
acepto que sean mis amigos, debe ser que tengo la necesidad de pertenecer a
algo.
De
todo lo que vi en la primera vuelta, lo más terrorífico está grabado como una
foto. Si me pongo a pensar en mis recuerdos, los dolorosos están en un álbum de
fotos íntimo. Lo bueno se esconde, se me escapa del día a día. Mi mamá siempre
dice que somos lo que hacemos, pero yo no hago mi soledad.
La puerta de lo que parece ser un sótano tiene
un ángulo llamativo, además, los bordes esculpidos en piedra parecen teñidos
por el paso del tiempo. No me sorprende su estructura, que es por demás
hermosa, sino la curiosidad que me llenó al verla. Me invita a pasar; pero, tengo
que hacer la vista a un lado para que mi mente no cree algo que no está ahí.
Para
cuando llegue a el portón de salida, por segunda vez, la apuesta va a estar
cumplida, mi palabra intacta y un valor agregado para contar algunas anécdotas
en los campamentos del próximo verano.
La
luna estira mi sombra sobre el piso adoquinado, los segundos me empapan. La
niebla de la noche roza mi cara; la humedad se me impregna y la transpiración
se clava en mi espina dorsal. Me siento frágil. Necesito salir de acá.
El
patio trasero no termina nunca. Los árboles ahogan la luz, se mueven junto a la
oscuridad, siendo una sola cosa. Los ruidos se acumulan entre las raíces, me
alejan de lo real. Camino con la vista perdida, por las huellas que dejé la
primera vez. No me falta nada, sólo un cuarto de los pasos que aposté. Si bien
es un juego tonto, no deja de ser una apuesta: «El que pierde en el metegol
tiene que aguantase su mayor miedo», y acá estoy, caminando entre la oscuridad
y la soledad, mis peores enemigas desde hace años. Si pudiera volver el tiempo
atrás, lo haría para callarme ese día que conté sobre la casa de Quiroga. O
para despedir a mi papá.
Avanzo
por el parque, silencioso. Los ojos de algunos animales me observan desde el
fondo de la negrura de los arboles; sé que no es más que algún gato, igual,
hizo que lo deje de mirar. El silencio es tan intenso que puedo sentir su eco.
Necesito
tener la mente en blanco para poder terminar de la mejor manera. Diez pasos me
separan de la puerta de doble hoja del sótano, cuando me golpea un aroma a
jazmín tan dulce que me asqueó. Observo el alrededor buscando la planta, pero
solo encuentro el hormigón empapelando mi vista.
No
quiero mirar hacia el sótano. Pero la verdad es que no puedo evitarlo, estoy
delante de él. Noto algo que antes había pasado por alto: no tiene una de sus
tablas; se podía ver hacia dentro. Ahí, el aroma es intenso y entre lo dulce de
las flores hay algo más, en el fondo, se puede sentir un picor amargo, un olor
a encierro que es difícil de interpretar desde donde estoy.
Me arrimo a la puerta y puedo distinguir que
un gran ramo de flores blancas yace sobre el suelo. Miro la cerradura, no me
animo a tantear si está abierta. Sigo buscando una excusa para continuar con mi
camino. Del interior llega a mí un aire tibio que me invita a entrar. Siento
que tengo que hacerlo.
Me
echo un poco hacia atrás para ver si los chicos aún están en la entrada; me
quedo tranquilo al verlos cómo siguen cada movimiento que doy, me vuelvo a
sentir acompañado, me dan un poco más de valor. Tengo que vencer mis miedos y
este día es el indicado, no quiero volver a pisar este osario.
Apoyo
mi mano sobre el picaporte y cede. Afuera, la brisa trae a mis oídos las quejas
de mis amigos, al entrar, todos los gritos se apagan, hay paz. Me acerco al
arreglo floral y ahí dentro noto cómo todo tiene otra perspectiva; están sin
vida, secas y el aroma que antes era dulce y armonioso pasó a ser el agrio
picazón que sentí antes. Es toda una mentira.
Veo
a mis costados las placas con los nombres de los cadáveres que descansaban ahí.
Entre ellos está el de Silvestre Quiroga, con un tallado de su cara. Se
reflejan con un brillo quebrado, entre lo real y lo que alguna vez estuvo vivo.
El miedo me atenaza el poco valor que me queda.
Me cuesta respirar. El aire viciado y la
humedad no me dejan pensar con claridad. Llamo a los chicos varias veces pero
parece que mis palabras no salen de la habitación. Voy a la entrada. Intento
agarrar el picaporte antes que la puerta se cierre; hace vibrar las paredes. La
temperatura baja hasta tal punto que en el vidrio se puede ver la huella de una
mano. El mareo no se hace esperar. Siento que me abrazan y no me dejan caer.
El
polvo que vi en la primera recorrida se vuelve a posar en los bordes. Parece
que nadie hubiera tocado el sótano en años.
Trato
de gritar. Abro la boca, aprieto la garganta, endurezco el pecho… pero no pasa
nada. No se escucha nada.
Busco
el celu, pero ya no está. No está en los bolsillos, no está en el piso. Intento
gritar otra vez: ¡Dónde está mi celu!
Nada.
Ni un hilo de mi voz consigo.
Alguien
viene. Una sombra. Una sombra que tardo en reconocer pero que ya frente a mí
identifico enseguida: Silvestre Quiroga. Es él.
Quiroga
se hace presente —o lo que queda de él—, me agarra de la mano y me tira hacia
él, acaso hacia su mundo. Siento sueño, cansancio. Pero es un cansancio
distinto. Es… es como si mis latidos fueran apagados por las manos de la
oscuridad. O de la eternidad tal vez.
El
silencio pesa, lo puedo sentir.
Ya
nadie sostiene mi mano. Quiroga se ha ido. Y, por alguna razón, no me siento
más solo.
Veo
a través de las maderas que alguien se mueve afuera. Soy yo, mi cuerpo de carne
y hueso: camina tenue, pesaroso, hacia donde están mis amigos. Sus amigos.
Mis
amigos ahora serán otros: el sótano de los cuerpos me adopta como a su nueva
presa. Como su nuevo muerto.
Y
yo ya no temo: yo ya vencí mis miedos.
Esteban Dilo
Esta muy buena la historia,me gustaría leer otra asi, por lo tanto voy a estar pendiente del blog para saber cuando haya otra.
ResponderEliminarBueno, muchas gracias. En breve voy a estar subiendo varios cuentos de este estilo. Gracias por leerlo. Saludos.
EliminarSi querés te podés anotar a las novedades delo Blog, saludos.
Eliminarhttps://feedburner.google.com/fb/a/mailverify?uri=ElBlogDeDilo&loc=es_ES
Muy bueno, todo ese misterio relatado en primera persona, un miedo que se torna algo real, y serás muerto por los siglos de los siglos....
ResponderEliminarLa primera persona es fundamental en este cuento. Gracias por leerlo, Ricardo. Saludos.
EliminarExcelente Esteban! Cada página me iba atrayendo más y más! Me atrapó! No podía dejar de leer!
ResponderEliminarEspero ansiosa próximas historias!
Saluda AttE (Y TEMEROSA)
CAROLINA
Hola, Carolina. Qué bueno que te haya enganchado tanto. Es una historia que tranquilamente podría pasarnos (si es que apostamos jaja). Gracias por leerlo y espero que sigas disfrutando de mis escritos.
Eliminar¡Saludos!